lunes, junio 12, 2006

Cecilia

Se para todas las noches en una esquina cerca de mi casa.

Me gustan sus piernas. Siempre enfundadas en medias negras, con tacones altos. Siempre vestida de minifalda y chamarra de piel. Nunca le he visto ropa que no sea negra.

A veces me detengo junto a ella, mientras dura el alto. La saludo, le digo que embellece la noche. A veces le regalo dulces, una paleta tootsie, una vez una flor. Luego, cuando el semáforo se pone en verde me voy.

Una vez le pregunté cuánto cobraba. "Quinientos más el cuarto", me dijo.

Pero nunca he pagado por tener sexo. Prefiero merecérmelo.

Sábado, camino a mi casa, cerca de las dos de la mañana, pasé por su esquina.

Ahí estaba.

Me saludó. Le sonreí.

Se acercó al coche. Bajé el vidrio.

"Hola, mi amor. ¿No quieres venir conmigo?"

"No, gracias. No me gusta pagar por..."

"Oye, mi amor, ¿tú eres taxista? Porque te veo pasar seguido."

"N-no, yo escribo libros. ¿Te gusta leer?"

"Más o menos. Oye, ¿me puedes hacer un favor?"

No supe qué pensar.

"Dime."

"¿Puedes darme un aventón a mi casa, aquí a tres cuadras? Es que no me acuerdo si apagué el gas."

Todos los escenarios posibles se cruzaron por mi cabeza. Maldita educación con los hermanos maristas. ¿Y si me asalta? ¿Y si aparece su padrote y me quita el coche? ¿Y si...? ¿Y si...?

¿Y si sólo tengo una vida?

"¿Puedo confiar en ti?", pregunté.

"Yo me arriesgo más."

Tenía razón.

"Sí, claro. Súbete."

Lo hizo.

"Vete derecho."

Obedecí.

"Me imagino que de sólo ver a la gente sabes si son gandallas o no."

"No creas, mi amor, a veces te llevas sorpresas."

"Bueno, espero que hoy te lleves una agradable."

"En la segunda, das vuelta a la derecha."

"¿Cómo te llamas?", pregunté queriendo fingir desinterés.

"Cecilia. ¿Tú?"

"Bernardo. ¿De dónde eres? Tienes acento bonito."

"Michoacán. En la siguiente cuadra, atrás de la camioneta. Aquí está bien. Es que no me puedo acordar si lo apagué o no, y luego viene un cuentón."

"¿Quieres que te espere?"

"Si quieres."

"Quiero."

Bajó del coche, desapareció tras la sombra de la camioneta. Un edificio anónimo, como cientos que hay en la Cuauhtémoc. Los peores escenarios se volvieron a cruzar por mi cráneo. A los cinco minutos volvió.

"Ya estuvo, mi amor."

"Ehhh... ¿Quieres venir a tomar un té? El café se me acabó y no bebo."

"No puedo, mi amor, tengo que trabajar."

"¿Te llevo de regreso?"

"Por favor. En la esquina a la izquierda."

Un pequeño silencio.

"¿Puedo tocar tus piernas? Es que me encantan."

"Sí, claro."

Apenas las rocé con las yemas de los dedos, como si acariciara un lienzo. Retiró mi mano con la misma delicadeza.

"Eres una dama", murmuré.

La llevé a su esquina.

"Es que si me hubiera ido caminando me tardo mucho, y hoy salí muy tarde a trabajar. Aquí déjame. Muchas gracias, mi amor. Cuídate mucho."

"Tú también. Adiós."

"Adiós."

Nos despedimos de beso.

"Oye...", le dije, antes de que se bajara.

"Dime."

"Eres una mujer preciosa."

"Muchas gracias, mi amor." Sonrió.

Regresó a su esquina.

Yo, a casa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Soy de esos visitantes silenciosos más o menos frecuentes, pero ante este bello relato no pude callar. Una felicitación por esa gran sensibilidad.

Juventino Montelongo dijo...

Igual que él de arriba.

Tú eres un caballero (el autor del post).