jueves, agosto 04, 2005



El horror, el horror... y más allá

Muchas gracias a todos los que asistieron a la plática en la Bodeguita del medio el pasado martes (y aguantaron el pésimo sonido, ¿qué insistencia de hacer presentaciones de libros en lugares con mala acústica?).

Lo importante para mí esa noche fue conocer a César Güemes (saludos), autoridad en literatura policiaca y a Eduardo Monteverde, y comprar su libro Lo peor del horror.

Fue mi amigo Juan Hernández Luna quien me habló por primera vez de este libro, de sus espeluznantes descripciones de nota roja. Me habló de una en especial, una crónica sobre un hospital psiquiátrico para niños que le había golpeado más que las otras.

A ver al maestro Monteverde no te queda duda, este hombre es un escritor. Con un rostro que se adivina endurecido a fuerza de haber visto más de lo que hubiera deseado, una voz grave, casi cavernosa, acaso cascada por los cigarrillos cubanos que fuma.

Médico patólogo de profesión, en algún momento se hizo marino para internarse en la mar, sólo para volver a las ciudades, en concreto a la de México para sentarse a aporrear un teclado.

Su prosa y hablar tienen la agudeza de un bisturí. Preciso, incisivo, sin contemplamientos. Eduardo deja caer el corte en el lugar correcto, sin dejar mancha. Por ello no me sorprende que una de las crónicas que dejó fuera de este compendio de horrores sea el caso de un médico que tras asesinar a su vecino, es incapaz de descuartizar el cadáver y pide ayuda a un carnicero del barrio, sólo para ser aprehendido. Remata la anécdota con un comentario fulminante: "Es indigno en un médico, por eso no lo publiqué, por pudor".

Cuarentaitrés historias sacadas de su labor de cronista de nota roja. Un auténtico gourmet, éste sí real, de la sangre impresa. He devorado casi 200 de las 360 páginas en dos noches, sorprendido ante mi morbo y la capacidad inagotable de la realidad para eludirse a sí misma. De la manera en que el sueño de la razón produce monstruos.

Monteverde no toma partido. Como buen científico, expone los hechos, las evidencias. Por sus páginas desfilan lo mismo un adolescente trastornado a fuerza de inhalar solventes que se siente hijo de Jim Morrison que una bella asesina oligarca, un payaso de circo violador de niños de la calle que un grupo de documentalistas austríacos metidos en la Merced que no alcanzan a comprender las gigantescas contradicciones de la grandeza mexicana.

El autor se anduvo metiendo lo mismo en las jaulas del zoológico de Chapultepec que los visitantes no pueden ver, llenas de animales mutilados y enfermos, que a la cárcel de Tijuana en día de visita que a la paupérrima zona Tarahumara de Chihuahua que al lago Endhó, en el estado de Hidalgo, apocalíptico destino final de todas las aguas negras de la ciudad de México. Todas.

No puedo evitar acordarme de mi amigo el Carcass, quien ha llenado su blog de links tenebrosos, extraños. Junto a lo descrito por Monteverde parecen artificios frívolos. Al lado de esta realidad desarticulada, se desdibujan como niños de familia disfrazados de fantasmas para la noche de Halloween. Junto a esta realidad Clive Barker, Elmore Leonard, Richard Laymon y el pañalón de Lovecraft se quedan tarugos. Cualquier escritor.

Esta es una lectura estrujante, que indigna, porque Eduardo Monteverde no descendió a los infiernos, como escribe Paco Ignacio Taibo II en la introducción, para narrar estos horrores. Sólo salió a la esquina y abrió los ojos ante nuestros propios horrores.

Aquellos cuyos rostros se pueden atisbar devolviéndonos la mirada desde el fondo del espejo.

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