lunes, mayo 02, 2005

Recuerdo con cuando una tarde de 1983 mi papá llegó con Alfredo y conmigo a decirnos: "Hoy por la tarde murió la abuela."

Esa fue la primera vez que supe de alguien que moría. Alguien cercano.

El domingo pasado, muchos muertos y muertas después, llamó mi mamá para decirme que mi abuelo paterno, llamado Bernardo igual que mi papá, igual que yo, murió mientras dormía.

(Y si no lo había posteado hasta ahora, una semana después, fue exclusivamente por ti, Metuca).

Tras el viaje a Monterrey, había pasado la noche en casa de mis papás. Con Cynthia en la sultana del norte, pocas ganas tenía de llegar a dormir solo.

Por ello me fui caminando hasta la casa donde creció mi papá, apenas a unas cuadras (aunque no pocas veces me pareció que la distancia entre ambos hogares era más grande que la que había entre cualquiera de ellas a Monterrey, por ejemplo).

Ahí estaba el viejito. Tendido en un sofá, como dormido. Con una expresión de tranquilidad que no era común en él. Decían que estaba frío. No quise comprobarlo.

Mi abuelo fue un sujeto muy especial, hijo menor de una familia de 22 hermanos venidos desde Silao, Guanajuato, donde mi bisabuelo era dentista y mi tatarabuelo, el juez del pueblo.

Nacido en 1913, su padre murió al poco tiempo. Mi bisabuela, en un arranque por el que sigue siendo reprobada, decidió meter a sus últimos tres hijos a un hospicio. Ahí creció Bernardo, junto a sus hermanos Javier, que aún vive en Salinacruz, y el difunto Guillermo (llamado por mi abuelo "Perjodico", apodo tan absurdo como críptico).

Del hospicio, el abuelo, como le llamábamos todos en la familia --jamás abuelito-- se fue a la escuela industrial, donde debió aprender algún oficio. Ahí fue compañero de Banca de varios distinguidos mexicanos, entre otros de don Alejo Peralta y Francisco Pérez Ríos.

No fue un abuelo amoroso. Todos mis primos pueden constatarlo. Era un hombre bronco y explosivo, con una iracundia que contrastaba con su talla diminuta. Sin embargo, a la par de tan mal carácter, tenía un corazón generoso que lograba compensar sus violentos despliegues con la misma espontaneidad desconcertante. Sé que esto suena a lugar común, por ello ofrezco evidencias a continuación:

"Tu papá era amigo de grandes personajes", le dijo alguna vez alguien a mi papá, "pero siempre estuvo con el jodido."

Dio prueba de ello una vez en los años 50, cuando unos niños colocaron un petardo en el escape de un cadillac que acababa de comprar mientras él entrevistaba a alguien en Polanco. El auto ardió hasta consumirse y los niños, hijos de la portera de un edificio, fueron a dar al Tribilín. Fue el propio abuelo quien fue a sacarlos.

Hay decenas de anécdotas similares. Mi tía Bertha cuenta que cuando eran niños, constantemente llegaban a tocar a la casa de madrugada para pedir que el Abuelo ayudara a desfacer un entuerto. Decenas de veces salió por la nocha a sacar a alguien de la cárcel, a alivianar a algún amigo.

Pero era duro con la familia.

Quizá sólo mis primas menores, Irma y Gabriela, puedan dar constancia de una dulzura que se fue apoderando de él a medida que envejecía, pues para ellas fue la figura paterna, papá y abuelo a la vez, y no pocas veces lo vi dar gestos de inusitada ternura con ellas.

Su biografía y la de mi abuela me son nebulosas. Ella era maestra y fue de las primeras mujeres en pisar la Facultad de Filosofía y Letras, a finales de los 30. Sé que el abuelo estudió algo de ingeniería. pero lo abandonó para trabajar y hacerse periodista.

Su pasión por los toros, deporte (?) que aborrezco, lo hicieron convertirse en cronista taurino. Pero ¿en qué periódico empezo? ¿En qué año? Son datos que ignoro.

A cambio sé, por ejemplo, que era el último fundador vivo del Esto. Él contaba --porque era un conversador delicioso cuando se lo proponía-- que estaban reunidos varios periodistas alrededor de una mesa del café Tupinamba, en la calle de Bolívar, pensando cómo le iban a poner al nuevo periódico, cuando llegó alguien y dijo "¿Y cómo le vamos a poner a esto?", "Pues Esto", contestó otro. Él estaba ahí.

Su nombre de pluma, que llevó durante prácticamente toda su carrera periodística fue Macharnudo. No remitiré aquí el origen y significado del apodo, como dije, los apelativos de mi familia son crípticos y absurdos.

Macharnudo fue un viajero incansable, enamorado de España. De la España de Sarita Montiel y Luis Miguel Dominguín, que no de la de Franco, con quien nunca simpatizó y siempre expresó su simpatía republicana.

El yugo del generalísmo no le impidió cruzar varias veces, más de veinte, el Atlántico. En no pocas recorrió un buen trozo de Europa y hasta a Tánger, la Tijuana africana, llegó en alguna ocasión.

Fue precisamente en uno de esos viajes, el último, en el que tuvo un accidente que nunca hemos terminado de esclarecer. En mayo del 2000 mi abuelo apareció sentado en una banqueta de Lavapiés, bravo barrio madrileño, con la mente en blanco y balbuceando frases inconexas, víctima de un asalto a manos de una pandilla de adolescentes árabes. Aquel Madrid amado por él, al que cantaba Agustín Lara, se había convertido en el de Pedro Almodóvar y Álex de la iglesia.

A partir de entonces, hace ya un lustro, comenzó el declive de quien fuera amigo de Cantinflas, Zabludovsky, El Cordobés, Eloy Cavazos, Abel Quezada, Renato Leduc, Sergio Méndez Arceo, Alfredo Leal, Manolo Martínez y prácticamente todo aquel que fuera alguien en el mundo del toro.

Macharnudo, un testigo privilegiado del siglo XX, fue apagándose poco a poco, sin poderse recuperar nunca más del accidente madrileño.

Poco después de volver a México se dio cuenta de que ya no podía leer. No entendía las grafías. "Hijo", le pidió a mi papá, "Por favor cómprame unos lentes nuevos, estos ya no me sirven". Papá le compró los de mayor graducación. "Estos tampoco me sirven", dijo. Ya no habría ningunos que le permitieran leer. Ello debió ser muy difícil para el lector voraz que era.

También le quedó afectado algún centro del habla. Confundía sitemáticamente los géneros, llamándome hija a mí e hijo a mi prima Lola, por ejemplo.

Paulatinamente, mi viejo fue enmudeciendo. Pronto dejó de hablar. Era un rehén de su senilidad en la cárcel de su cuerpo.

Aquello debió ser muy difícil. Fue en estos últimos años que mi papá comenzó a cuidarlo. Lo bañaba, rasuraba y llevaba al doctor. Tuvo la oportunidad de reconciliarse un poco con quien fue un papá tan difícil.

Saltará a la vista que el abuelo me causa sentimientos encontrados. Siempre fue una relación difícil, después de todo llevo su nombre. Hubiera querido un abuelo más dulce, como mi papá y tías hubieran deseado un papá menos bronco, pero no lo hubiera cambiado por nadie. Después de todo, ¿de quién sino de él pude heredar la vocación por las palabras?

Descansa en paz, abuelo. Te vamos a extrañar.

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