martes, diciembre 16, 2003

Sadam

Derrotado, humillado, escondido en una pocilga. Abandonado a su suerte como un perro sarnoso. Aquél que habitara palacios y viajara en aviones privados. Que tuviera a sus órdenes ejércitos y dispusiera del destino de millones.

Sus pertenencias eran pocas. Lo puesto y un par de copias del Corán. No le quedaba ni la esperanza de ver de nuevo a sus hijos, con quienes compartiera su imperio.

Su hermana, al verlo en la televisión convertido en un zombie pusilánime, dijo a una cadena de noticias árabe que sólo drogado se comportaría así.

Hay quienes le han comparado con Stalin, con Hitler. Se habla del exterminio de los kurdos. Que se trataba de un desequlibrado, un demente.

Quizá lo era. ¿Qué puede enfermar más que el poder?

Prueba de ello era la repetición de su propia imagen por todo su reino, reafirmación narcisista de que ahí él era el mero chingón.

Sin embargo, en medio de la derrota, cuando fue encarado por los funcionarios iraquíes del llamado gobierno de transición, Sadam tuvo la capacidad de hacer dos cosas: echarle en cara a uno de ellos que se había aliado al enemigo tras ser ministro de su gobierno y negar --hasta el último minuto-- la existencia de las tales armas de destrucción masiva.

Su destino es incierto. Su vida no vale nada. Quizá sea condenado a muerte. Quizá no y entonces sea condenado a ser un muerto viviente.

Mientras tanto, su oponente, el auténtico beneficiario de su captura, se pasea con un pavo falso frente a las cámaras del mundo, acariciando la anhelada reelección.




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